Hay argentinos a los que les transplantaron la vida. Por razones innumerables, viven en una tierra, pero han dejado sus almas en otra. Están en todo el mundo. Y sufren; algunos más, algunos menos, no importa; sufren igual. Por eso, si se le puede adjudicar un milagro al Papa Francisco en sus apenas cuatro días de pontificado es haber logrado que, de golpe, Roma se vuelva más linda, más querible, más cálida, más argentina para muchos de esos compatriotas a los que la vida mandó lejos.
Ayer, desde temprano, la plaza de San Pedro fue de ellos. Si bien estaban dispersos, las banderas argentinas que enarbolaban los convertían en el centro de atención para las cámaras y para muchos italianos y europeos que les demostraban una consideración y una atención hasta la semana pasada inesperada. Lógicamente, también había argentinos que viajaron para la ocasión o que están en Roma de manera circunstancial. Pero los que viven en Italia fueron mayoría durante el primer Angelus del Pontífice del Fin del Mundo.
Algunos dejaron su tierra por razones críticas: la crisis del 2001, por ejemplo; otros, por amor y por el anhelo de formar una familia. También están los que se fueron por trabajo o porque la vida se los deparó, como es el caso de los religiosos. De una manera u otra, casi todos admiten que viven con la espina del desarraigo clavada en el pecho. Pero ahora es como si Francisco les hubiera puesto anestesia en la herida. Elías Pau, de 23 años, viajó durante seis horas en un tren desde La Liguria para desplegar su bandera argentina de casi cuatro metros en el corazón de la sede de la Iglesia Católica. Su familia abandonó el país en 2001 y si bien pasó su adolescencia y parte de su juventud en Italia, ayer se sentía más argentino que nunca,
El mismo sentimiento le hizo hervir la sangre porteña a Alejandro Caggino. A tal punto que, mientras contaba su historia, prefirió ponerse los anteojos negros para ocultar las lágrimas que le estallaban en los ojos. Fue futbolista. Jugó en Nueva Chicago y llegó a Italia para demostrar su habilidad en una división interregional. Cuando colgó los botines, consiguió trabajo y se quedó. Su mujer, uno de sus dos hijos y todo su ser son argentinos. "Ahora, con Francisco, nos sentimos mucho más acompañados", aseguró.
Quizás lo vio de lejos; quizás fue el instinto. Pero el hecho es que en medio de la inmensa multitud que esperaba la oración del Pontífice, Francisco Truglia supo encontrar el camino para pedirles un amargo a Laura Doguel y a Pablo Fraga, una pareja de porteños que está de viaje y mateaba a la espera del Angelus. Este contador vive en Italia desde hace 23 años, pero asegura que nunca se desligó del país. "Cuando supe quién había sido el elegido, se me cayó todo. Tengo la seguridad de que este hombre llegó hasta acá para cambiar el mundo", se ilusionó aferrado a la bandera y a la camiseta de la Selección.
La vocación de Silvina Arruf es sorprendente, anónima y muy valiosa (para aquellos que tienen fe, obviamente): ella religiosa de la Congregación de las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio. Y su misión es ayudar a las almas que están en el purgatorio (según la Fe Católica, se trata de almas que aún no han entrado al Paraíso porque purgan pecados). ¿Cómo? Mediante acciones de caridad: ayudan de distinta manera a personas que lo necesitan y así interceden por las almas del purgatorio. Y mientras cumplía esta misión en un convento que posee esta orden en Palermo Viejo, Buenos Aires, conoció al actual Papa, quien en ese entonces era arzobispo.
Su testimonio confirma que lo que Francisco demuestra como Sumo Pontífice es simplemente una continuación de lo que fue como individuo y como religioso: "él nos decía siempre: salgan de las cuevas, salgan al encuentro de la gente que las necesita", recordó en la plaza de San Pedro hasta donde llegó desde Turín, donde vive desde hace seis años.
Estaba sola, pero la bandera argentina que enarbolaba era tan grande que se terminó convirtiendo en una especie de faro alrededor de la cual se reunieron otros argentinos que andaban dispersos entre la multitud. La mayoría, argentinos a los que la vida llevó muy lejos. Pero que hoy sienten que Roma tiene un poco más de calor de hogar. Y todo gracias a Francisco.